Aunque finalmente la feliz noticia del
aprobado del examen de acceso a la Facultad de Medicina me la dio mi amigo
Fernando Barros, el incondicional compañero de aventuras de juventud que
siempre estuvo a mi lado en todos los acontecimientos fundamentales de mi vida.
Principalmente académicos. Habíamos estudiado juntos todo el Bachillerato en el
Instituto Laboral, superamos ambos las dos Reválidas ––la del Bachillerato
Elemental y la del Bachillerato Superior––, aprobamos los dos en la
convocatoria de febrero de 1973 el grupo Específico de las Pruebas de Madurez y
nos matriculamos en la Universidad de Granada el mismo día de septiembre de
1973, él en Geología y yo en Medicina , tras viajar una madrugada desde Motril
los dos en la Vespa de un cuñado suyo por aquella antigua y sinuosa carretera
repleta de curvas que a mí siempre me recordaba a la balada de Paul McCartney,
The Long and Winding Road, una canción que, aunque había sido escrita en 1970
––el año que estudiábamos 5.º de Bachiller––, aún escuchábamos porque nos
seguía entusiasmando a los dos. El viaje a Granada en moto por aquella
espantosa carretera era en aquel tiempo toda una aventura. Lo recuerdo como si
hubiera sido ayer. Se trataba de la carretera nacional 323 ––Bailén-Motril––,
una de aquellas rudimentarias carreteras de entonces, estrecha, sin apenas
arcenes ni quitamiedos y con solo dos carriles, que atravesaba todos los
pueblos que había entre la Costa y la capital, incluyendo La Gorgoracha, La
Cuesta Revientamotos y Los Caracolillos de Vélez. El viaje en moto, si todo iba
bien y no presentábamos ninguna avería, podía durar perfectamente unas dos
horas y media. Eso si no te encontrabas en el trayecto con ningún camión que
circulara en el mismo sentido, pero por delante de nosotros, circunstancia en
la que se hacía prácticamente imposible poder adelantarlo. Sobre todo si
teníamos la mala suerte de toparnos con él en el paraje conocido como La Solana
de Vélez, donde la carretera zigzagueaba a izquierda y derecha, adaptándose a
la orografía del terreno, o en aquel repecho empinado, precedido y seguido de
curvas muy cerradas, una vez pasado Béznar y la «Curva del Coño», al que nunca
entendimos muy bien por qué lo denominaba la gente como Los Llanos de Contra,
cuando en realidad el desnivel de la carretera alcanzaba por ese lugar tramos
de hasta el 7%. Pero una vez que se superaba el cruce de Nigüelas y se había
dejado atrás el río Torrente, la carretera se hacía más llana y más recta, y
podíamos adelantar y circular ya a mayor velocidad. Entonces, mi amigo
Fernando, que viajaba, como yo, sin casco ––algo que por entonces no era
obligatorio––, siempre volvía la cabeza para atrás y me decía en voz alta con
el aire en contra: «Ya hemos pasado lo peor; pronto estaremos en Granada». Era
sumamente agradable percibir en el rostro a esas tempranas horas de la mañana
––lo recuerdo perfectamente–– el septembrino aire fresco que bajaba de Sierra
Nevada y del pico del Caballo, el cual destacaba, majestuoso y altivo, a
nuestra derecha, todavía sin la cumbre cubierta de nieve. En realidad, no
viajábamos hacia Granada, viajábamos hacia el indestructible sueño de ser
universitarios. Pero, según nos había enseñado Michel Random, son los propios
sueños quienes a la postre crean la realidad. Y nosotros siempre fuimos de
sueños y de utopías. Hoy en día un viaje en moto por tal motivo y en tales
circunstancias nos parecería una locura, dado que todas las familias disponen
de un magnífico y moderno automóvil en la puerta de sus casas para poder
desplazarse donde sea necesario y cuando convenga. Pero entonces realizábamos
aquellas «locuras de juventud» con objeto de ahorrarle un dinero a nuestros
padres, pues el viaje de ida y vuelta en la Alsina nos salía mucho más caro. Y
no digamos en uno de aquellos coches pirata de la época, cuya tarifa era
siempre algo superior a la de los autobuses de línea. Todavía no había llegado
a la vida de los estudiantes el sistema BlaBlaCar de compartir coche, gastos,
gasolina y viaje. No sé si actualmente yo le hubiera dejado a cualquiera de mis
hijos hacer una cosa parecida. Pero aquellos eran otros tiempos y nuestros
padres asumían esa austera forma nuestra de actuar porque confiaban plenamente
en nosotros. Aunque para poder matricularse en la universidad era preceptivo en
aquel tiempo solicitar un certificado de penales que acreditara que no se
tenían antecedentes delictivos ni de activismo o compromiso político, algo muy
vigilado entonces por las autoridades. Así, que unos días antes de realizar
aquel viaje en moto no tuve más remedio que pedirlo en el juzgado municipal,
que por entonces estaba ubicado en el número 35 del Camino de las Cañas en una
preciosa casa de dos cuerpos con un bello patio interior, ya desgraciadamente
desaparecida. Ir a hacer alguna gestión al Juzgado o al Ayuntamiento en aquel
tiempo imponía todavía mucho respeto, algo que cambiaría notablemente luego con
la llegada de la Democracia.
Extracto del libro de Jesús Cabezas Jiménez "El tiempo resucitado",
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