sábado, 4 de noviembre de 2023

"El tiempo resucitado"

 

Aunque finalmente la feliz noticia del aprobado del examen de acceso a la Facultad de Medicina me la dio mi amigo Fernando Barros, el incondicional compañero de aventuras de juventud que siempre estuvo a mi lado en todos los acontecimientos fundamentales de mi vida. Principalmente académicos. Habíamos estudiado juntos todo el Bachillerato en el Instituto Laboral, superamos ambos las dos Reválidas ––la del Bachillerato Elemental y la del Bachillerato Superior––, aprobamos los dos en la convocatoria de febrero de 1973 el grupo Específico de las Pruebas de Madurez y nos matriculamos en la Universidad de Granada el mismo día de septiembre de 1973, él en Geología y yo en Medicina , tras viajar una madrugada desde Motril los dos en la Vespa de un cuñado suyo por aquella antigua y sinuosa carretera repleta de curvas que a mí siempre me recordaba a la balada de Paul McCartney, The Long and Winding Road, una canción que, aunque había sido escrita en 1970 ––el año que estudiábamos 5.º de Bachiller––, aún escuchábamos porque nos seguía entusiasmando a los dos. El viaje a Granada en moto por aquella espantosa carretera era en aquel tiempo toda una aventura. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Se trataba de la carretera nacional 323 ––Bailén-Motril––, una de aquellas rudimentarias carreteras de entonces, estrecha, sin apenas arcenes ni quitamiedos y con solo dos carriles, que atravesaba todos los pueblos que había entre la Costa y la capital, incluyendo La Gorgoracha, La Cuesta Revientamotos y Los Caracolillos de Vélez. El viaje en moto, si todo iba bien y no presentábamos ninguna avería, podía durar perfectamente unas dos horas y media. Eso si no te encontrabas en el trayecto con ningún camión que circulara en el mismo sentido, pero por delante de nosotros, circunstancia en la que se hacía prácticamente imposible poder adelantarlo. Sobre todo si teníamos la mala suerte de toparnos con él en el paraje conocido como La Solana de Vélez, donde la carretera zigzagueaba a izquierda y derecha, adaptándose a la orografía del terreno, o en aquel repecho empinado, precedido y seguido de curvas muy cerradas, una vez pasado Béznar y la «Curva del Coño», al que nunca entendimos muy bien por qué lo denominaba la gente como Los Llanos de Contra, cuando en realidad el desnivel de la carretera alcanzaba por ese lugar tramos de hasta el 7%. Pero una vez que se superaba el cruce de Nigüelas y se había dejado atrás el río Torrente, la carretera se hacía más llana y más recta, y podíamos adelantar y circular ya a mayor velocidad. Entonces, mi amigo Fernando, que viajaba, como yo, sin casco ––algo que por entonces no era obligatorio––, siempre volvía la cabeza para atrás y me decía en voz alta con el aire en contra: «Ya hemos pasado lo peor; pronto estaremos en Granada». Era sumamente agradable percibir en el rostro a esas tempranas horas de la mañana ––lo recuerdo perfectamente–– el septembrino aire fresco que bajaba de Sierra Nevada y del pico del Caballo, el cual destacaba, majestuoso y altivo, a nuestra derecha, todavía sin la cumbre cubierta de nieve. En realidad, no viajábamos hacia Granada, viajábamos hacia el indestructible sueño de ser universitarios. Pero, según nos había enseñado Michel Random, son los propios sueños quienes a la postre crean la realidad. Y nosotros siempre fuimos de sueños y de utopías. Hoy en día un viaje en moto por tal motivo y en tales circunstancias nos parecería una locura, dado que todas las familias disponen de un magnífico y moderno automóvil en la puerta de sus casas para poder desplazarse donde sea necesario y cuando convenga. Pero entonces realizábamos aquellas «locuras de juventud» con objeto de ahorrarle un dinero a nuestros padres, pues el viaje de ida y vuelta en la Alsina nos salía mucho más caro. Y no digamos en uno de aquellos coches pirata de la época, cuya tarifa era siempre algo superior a la de los autobuses de línea. Todavía no había llegado a la vida de los estudiantes el sistema BlaBlaCar de compartir coche, gastos, gasolina y viaje. No sé si actualmente yo le hubiera dejado a cualquiera de mis hijos hacer una cosa parecida. Pero aquellos eran otros tiempos y nuestros padres asumían esa austera forma nuestra de actuar porque confiaban plenamente en nosotros. Aunque para poder matricularse en la universidad era preceptivo en aquel tiempo solicitar un certificado de penales que acreditara que no se tenían antecedentes delictivos ni de activismo o compromiso político, algo muy vigilado entonces por las autoridades. Así, que unos días antes de realizar aquel viaje en moto no tuve más remedio que pedirlo en el juzgado municipal, que por entonces estaba ubicado en el número 35 del Camino de las Cañas en una preciosa casa de dos cuerpos con un bello patio interior, ya desgraciadamente desaparecida. Ir a hacer alguna gestión al Juzgado o al Ayuntamiento en aquel tiempo imponía todavía mucho respeto, algo que cambiaría notablemente luego con la llegada de la Democracia.


 Extracto del libro de Jesús Cabezas Jiménez "El tiempo resucitado",