Carrasco Mercado,
Manuel (Motril, 1954-Madrid, 1987).
Poeta. Visionario precursor
del grupo de poetas motrileños de los ochenta, los patrones estéticos de su
escritura oscilan entre la tendencia a la escritura automática y desconectada de
la realidad y la búsqueda desesperada e incesante de un universo creativo
propio, muy próximo al mundo onírico y surrealista. Una poesía alejada, pues,
del racionalismo y ligada a la imaginación y al inconsciente, origen último del
arte poético según el conocido concepto bretoniano. Para algunos analistas de
su obra, en los poemas de este autor «domina la nota sensorial y amorosa.
Y para otros, su «cara oculta
[…] se ha ido iluminando progresivamente» a medida que fueron surgiendo, una
tras otro, sus libros, así “hasta llegar a la última habitación de la torre, en
que habita la belleza celeste, ideal, bisexuada, de los dioses paganos
griegos”» .
Estudió Periodismo en Madrid y
Filosofía y Letras en Granada, licenciaturas que abandonaría muy pronto para
dedicarse en cuerpo y alma a la poesía. Los poetas amigos que le conocieron
bien destacaron de él que «amó antes la figura del poeta, su perfil ático o dionisiaco,
que a la propia poesía» [Antonio Enrique, 1996:345]. Por su parte, José Lupiáñez, en su página web, ha dejado escrito de él que:
«Ha sido un poeta visionario y dispar; un motrileño intuitivo, lleno de sueños,
que trató a toda costa de dar respuesta a las graves interrogantes del hombre escindido
de finales del siglo XX. Acaso hubiera sido otro su destino si sus versos
hubieran encontrado el eco necesario entre sus gentes. Acaso todavía hoy
disfrutaríamos de sus presentimientos y de sus desmesuras».
Aunque llegó a ser incluido en
los primeros recuentos poéticos abordados por nuestro Ayuntamiento tras la
llegada de la Democracia: «Escritores jóvenes. Motril y comarca» – artículo
insertado en Motril 1982– y Antología de la Joven Poesía Motrileña (1986), participó muy poco de los movimientos y actividades culturales
de la ciudad durante los años setenta y ochenta, realizando prácticamente toda
su carrera literaria y su vida fuera de nuestras fronteras.
Aunque según Antonio Enrique,
no figuraba en antologías poéticas y apenas si era convocado a lecturas
públicas [Antonio Enrique, 1996:348]. Cristóbal Zafra 16, el 16 Seudónimo que Francisco Ayudarte Granados adoptó para la redacción
del amplio artículo: «Escritores jóvenes. Motril y comarca», insertado en el
libro de las Fiestas, Motril 1982. …prístino antólogo que
recogió parte de la obra de los autores noveles motrileños a comienzos de los
años ochenta, confesó acerca de su poética que: «Leyendo a Manuel Carrasco se
recuerda a Baudelaire y Mallarmé, se recrea el simbolismo y el parnasianismo,
la teoría del arte por el arte, se adopta imperceptiblemente la convicción de
que la poesía es un diamante en el ojo de Buda, un santuario sagrado al que no
accede cualquiera, un algo refinado, elegante y noble, lejos del alcance de una
mano encallecida por el pico y el azadón, de un corazón que no sea delicado y
sensible» [Cristóbal Zafra, 1982:217].
Amante de la bohemia,
excéntrico e imprevisible, locuaz y divertido, extravagante en su forma de
vestir y en su comportamiento, su amigo, el poeta granadino Fernando de Villena,
lo llegó a definir por dichas cualidades como «el último modernista». Siempre
que volvía por nuestra ciudad andaba envuelto de manera compulsiva en numerosos
proyectos estéticos y literarios, alguno de los cuales llegaron a cristalizar
en Motril y recibieron el patrocinio del Ayuntamiento como los llamados
Cuadernillos Torre de la Vela, una idea sumamente original compuesta de una
serie de separatas con poemas impresos, a la usanza tradicional tipográfica, en
sugestivos pliegos de papel de estraza verjurado de diversos y llamativos
colores. El vertiginoso periplo madrileño emprendido por este autor con apenas
veinte años sería testigo de la precocidad de su carrera literaria, la cual,
antes de la década de los ochenta, estaba compuesta ya por tres libros. Su
primer título, Cárcel (1977), un entrañable y bello poemario donde se intuyen la agonía, la
desesperación y la soledad vivencial del poeta, «une la visión y la profanación
de la realidad, incluso la visión lúcida que conduce al desgarramiento o a la
sorna» [Celia Castillo, 1978:7].
Le siguió, escasos meses
después, Vidrios rotos (1977), con portada e ilustraciones del pintor motrileño José Baena,
volumen que pone de manifiesto un tétrico y áspero escenario que ensombrece
claramente los límpidos horizontes del ingenuo infierno que supuso su opera prima: «El poeta
camina por sendas abruptas, por caminos de lava, por recientes cicatrices que
aún duelen. Y va en soledad, buscando algo que desconoce y que es quizá solo un
espejismo.
En su particular aventura
vital, Vidrios rotos es en gran parte una lamentación» [Francisco Iglesias Bellas, 1977:6]. La tercera de sus entregas,
Canto ciego (1978), representa, más que ningún otro, el libro «donde se forjó,
definitivamente, la figura de poeta maldito por la que siempre fue conocido,
admirado y apreciado entre los poetas motrileños » [Jesús Cabezas Jiménez, 2010:127]. En dicho poemario, el cual
está salpicado de abundantes dosis de lucidez y de ternura, el poeta eleva al
parnaso a las meretrices, a los marginados y a los golfos: «Porque ellos, / y
solo ellos, / son los príncipes de la existencia» [Manuel
Carrasco Mercado, 1978:27]. Para Antonio Enrique, este tercer
libro «va a suponer un receso en la devastación de su proceso disgregador, pues
apunta ráfagas de esperanza y aun conciliación» [Antonio Enrique, 1996:362].
Su siguiente libro, La imagen de tu vuelo (1980), única de sus obras editada
en Granada al pulcro y refinado cuidado de los poetas impresores Narzeo Antino
y José Gutiérrez en la colección Silene, con ilustraciones de Claudio Sánchez
Muros, es ya, en opinión de Enrique, un libro mayor de su producción. Ese
proceso morboso y reiterativo de autodestrucción constatado en entregas
anteriores ha cesado ahora, «o más bien se ha transformado en conciencia de
exilio permanente a través de la asunción de los signos de la belleza, que
llega a ser tan fría como lujosa en ocasiones» [Antonio Enrique, 1996:364]. El último de sus libros, Oculta razón (1987), aparecido póstumamente aunque
dado a imprenta un par de años antes de su muerte, supone para algunos críticos
un libro de consumación y el verdadero legado o testamento poético de nuestro
autor. El texto está recorrido de principio a fin por un sorprendente pálpito
de lucidez que contrasta con todo lo anteriormente escrito por el poeta. Como
si el sujeto lírico tuviera una especie de serena clarividencia, de premonición
última, y quisiera hacer balance final de su vida a través de los gratos
recuerdos que aún conservaba del mundo de la infancia. Se trata, por tanto, de
«un libro biográfico, con los poemas de evocación más bellos de su Motril natal
y con otros muchos del Madrid de sus penumbras, y de ahí su valor, añadido en
este caso, de testimonialidad » [Antonio Enrique, 1996:368]. Dicho texto quedó
perfectamente descrito y resumido en la glosa que del mismo hicieran en su día
José Ortega y Celia del Moral: «El hablante lírico se enfrenta a la angustia de
la existencia mediante el retorno a la inocencia de la niñez y a la esperanza
que le depara el amor» [José Ortega y Celia del Moral, 1991:51]. Manuel Carrasco, antes de
su trágica muerte, nos dejó dos obras inéditas: Laberinto del mar y Celebración en el tocador,
ambas escritas con anterioridad a la redacción de Oculta razón [Antonio
Enrique, 1996:346]. Desconocemos sus contenidos, pero se sabe que obran en poder
del poeta Antonio Enrique, depositario de confianza de toda su obra por expreso
deseo de nuestro autor, al que calificaba coloquial y familiarmente como su
«primo».
Los poetas motrileños
organizaron un entrañable acto la tarde-noche del día 28 de agosto de 1992, y le brindaron un sentido
homenaje a su memoria en la calleja sin salida donde nació, justo al inicio de
la calle Esparraguera. Se leyeron poemas en su honor y la callejuela,
engalanada de flores y encalada de punta a punta por todas las vecinas del
barrio, como deseara el poeta al final de sus días, pasó a llamarse desde ese
mismo instante Callejón de las Flores, previa decisión adoptada en acuerdo
plenario por la Corporación Municipal presidida por el alcalde, Miguel López
Barranco.
Jesús Cabezas Jiménez del libro "Luciérnagas en el olvido"